El tío Sindo
La cantina del pueblo era una foto de hace más de sesenta años. Los mostradores, altos, de maderas nobles del lugar; las ventanas y puertas ancladas en pesados goznes y las columnas de hierro de fuste estriado y con un asomo de decoración simulando un capitel a la altura de las vigas que sujetaban los techos elevados y ahumados por los vapores de mercancías tan variadas como los vinos verdes de año, por las aceitunas, los chorizos y jamones de la casa o las latas de escabeche que permanecían abiertas para acompañar en forma de tapa los vasos de vino de los parroquianos y veraneantes.
La foto podía ser perfecta desde la esquina donde observaba perplejo la escena, si nos entretuviéramos en quitar de en medio el cartelón colgado de la columna que anunciaba los helados. Al fondo, se apilaban en las estanterías cacharros de barro, porrones, porcelanas y ollas en un orden que fue marcando el tiempo al irlas amontonando a la espera de salir a los fogones, las cocinas de leña y las mesas. Y, al parecer, la espera ha sido larga para tan variopintos artículos, incluidas las sartenes y paelleras que colgaban inmóviles y cubiertas de polvo de los techos. La pared se doblaba en una esquina arrastrando con ella estanterías y cacharros hasta volver a replegarse sobre sí misma nuevamente a la derecha y terminar encontrándose con la fachada de ancho muro de piedra de la cantina.
Y para que nada faltase en la foto, acodado sobre el alto mostrador, un paisano enjuto observaba al personal, gente forastera y veraneante, desde su singular atalaya. Era el tío Sindo, boina calada hasta las cejas apretadas sobre los pequeños ojos hundidos en la edad de los ochenta, aunque la edad de los paisanos despista bastante, y la nariz cayendo sobre una boca arrugada en una sonrisa desdentada.
Llevándose ambas manos al cinto, pega un tirón seco para subirse los pantalones y girarse para pedir a la dueña el vaso de clarete y la tapa. La dueña y el tío Sindo completan la escena de la postguerra, haciendo desaparecer -con su sola presencia- a la concurrencia y el barullo que acompaña a la gente veraneante y ociosa. Ya no es posible desplazar la atención del círculo mágico que el tiempo, sobremanera imprevisible, ha trazado alrededor de los personajes de la cantina, ultramarinos y botica de remedios antiguos de hierbas escogidas en ribazos y riscos que conocieron todos los rigores de los inviernos nevados y de los calurosos veranos. No es posible despejar la atención de la cara redonda de la dueña, las manos moviéndose sin parar entre el mandil, mientras le espeta al tío Sindo una de las frases acuñadas en tantos años de idas y venidas al mostrador, desde los tiempos en que las velas, el aceite y las latas de sardinas acompañaban al olor picante del pimentón que más tarde ardería en las sopas de ajo de las larguísimas noches de hambre e invierno, o se apretaría en la carne de los chorizos que secarían las mismas frías noches del mismo largo invierno.
Los pantalones del tío Sindo, hoy de domingo, son de paño y bombachos, recogidos bajo unos calcetines de blanco crudo tejidos en lana que se hunden sin arrugas en las botas cortas. Es fácil imaginar las madreñas de los días de diario cuando el tío Sindo, con la ijada de azuzar la pareja de vacas del carro en una mano, y en la otra la copina de orujo aderezada con alguna de las frases zahirientes de la dueña acerca de lo divino y lo humano o del destino y la salud, se para el minuto justo, cotidiano y monótono, para seguir camino de la labor entre el ganado. Entonces no hay veraneantes que observar con sonrisa socarrona y amable. Es la foto repetida, congelada en el tiempo, que aguantará lo que la dueña y el tío Sindo aguanten esta vida. Y después, simplemente, se desdibujará lentamente para acompañarlos donde sea.
Mientras, por un tiempo también impredecible, aquí las ollas y cacerolas continuarán llenando sus vientres del aire cerrado de la cantina, tienda y botica de un tiempo que hoy, el privilegio de la casualidad, puso en el objetivo de una cámara fotográfica, animada para hacer realidad el deseo de Vassily Kandinsky de meter al espectador en el cuadro; sólo que esta vez, literalmente, cuadro y fotografía, personajes e historia, se mezclaron en los minutos del domingo de un verano para sorpresa y regocijo del veraneante. Y quizás, no sé, también de la dueña y el tío Sindo.
González Alonso