Marruecos, un viaje en el mes del Ramadán de 1990. Primera estancia: Chefchauen
Hace unos días que volví a mirar éstas que ya son viejas fotografías, copias de las de papel que se hacían a partir de los negativos de carrete. También encontré este pequeño texto que empezaba contando un viaje en compañía de una pareja amiga. Y decidí rememorarlo. No habrá continuación del relato de la experiencia por ciudades como Féz, Marraquéch o Larache, que fueron los otros destinos del viaje y de los que sí hay algunas fotografías; solamente este apunte con los buenos recuerdos y el homenaje a Jesús y Alicia, fallecida tempranamente, que nos acompañaron en nuestra primera aventura, y casi única, por tierras marroquíes.
Marruecos es un mundo de oportunidades de todas las clases; puedes transportarte al siglo XV en tan pocas horas como hacerlo al estilo de vida frenética de las ciudades europeas, y pasar de la hospitalidad de las gentes del desierto al barullo multicolor de los mercados más excitantes. Todo es posible. Pero junto con la luz meridional y el verde intenso del Atlas y sus estribaciones, yo destacaría el color de las calles de sus pueblos y ciudades y los olores intensísimos que nos arrastran al mundo de las especias, las frutas y los productos artesanales.
La primera experiencia llega después de un viaje infernal en autobús por toda España para alcanzar Algeciras. Era un viaje baratito, así como para gente joven, con guía y todo lo demás; de modo que, después de una noche sin dormir, encaramos la frontera marroquí, la que nunca se sabe a ciencia cierta qué es, ni aciertas a saber qué pasa, qué quieren, qué va a ocurrir. Las respuestas, luego te das cuenta, son simples: es la raya que separa el mundo desarrollado del que no lo es, sucede que la burocracia es igualmente engorrosa, que buscan cualquier excusa para sacarte unos dirhans y que siempre acabas temiendo que ocurra lo que nunca acaba por ocurrir.
Después de atravesar Tetuán, de inconfundible huella española en sus palacios decimonónicos, nombres de calles y tiendas, encaras las laderas del gran Atlas por una carretera convertida en pista en algunos tramos, en los que nos ven pasar impávidos mientras los trabajadores echan paladas de brea en los baches de la sufrida carretera. Al fondo empiezan a divisarse los distintos valles y pueblos que destacan por su blancura y la distribución de sus casas encaladas y de trazado cúbico. Con el sueño, a veces no sé si estoy en las Alpujarras, la Sierra de Grazalema andaluza, o si realmente me dejo arrastrar tierra adentro por Marruecos.
En aquella ocasión corría el mes del Ramadán, la fiesta musulmana dedicada al ayuno. La filosofía de esta celebración me la explicó en un mal francés y peor español un joven marroquí que regentaba un restaurante en Chefchaouen, la primera ciudad genuinamente bereber. A esta ciudad, para mi sorpresa, comprobé que habían arrumbado unos cuantos españoles, entre ellos dos mujeres vascas que se compraron una casa entera de tres plantas y plantaron allí el Hostal Gernika (Guernica). A la entrada, detrás de la cortina de humo del hachís que se estaban fumando, las anfitrionas me recibieron con la displicencia que da el cannabis y la adquirida por la costumbre de vivir entre los nativos. Amablemente me mostraron el inmueble, muy pulcro y sencillo, me dieron los precios como si se tratara de un dato secundario y me comentaron alguna anécdota de poco valor.
Como el día había resultado largo y sin noche para dormir, junto con mis amigos decidimos buscar un lugar donde cenar. La ciudad, al atardecer y con el canto de los almohacines desde los minaretes de las mezquitas, empezó a revivir. Se veía gente correr de un lado a otro con su harira o sopa en la mano con que hacer frente al largo día de ayuno. Durante el Ramadán está prohibido tener relaciones sexuales, lo que genera un grado de excitación bastante notorio entre la población masculina y no sé si excitación o relajado descanso entre la femenina, ni tampoco se puede comer ni beber nada durante el día; así que en cuanto llega la noche todo el mundo se lanza religiosamente a comer con verdadera devoción.
El caso es que, dejándonos guiar por la famosa guía del trotamundos, fuimos a caer en el restaurante y hospedería que regentaba el joven que he mencionado anteriormente y que tuvo la gentileza de ilustrarme un poco sobre el Ramadán. No es que haga mucho al caso, pero el asunto es que siendo este joven sarasa (entiéndase, homosexual) bastante afrancesado en las formas, las plumas y los contoneos mientras deslizaba las frases sobre la cocina marroquí contrastaban sobremanera con el lugar, un patio interior cubierto en cuyos corredores superiores se abrían puertas que debían ser de las habitaciones alquiladas. En un extremo, a nuestra llegada, tres ancianos fumaban hachís y bebían té verde sentados en sendos cojines en el suelo, que se retiraron con mucha discreción mientras nosotros ocupábamos dos mesas centrales desvencijadas con las correspondientes sillas a juego.
Como en el Ramadán el alcohol está prohibido también, pues tuvimos que olvidarnos del vino y parapetarnos detrás de unas coca colas. Al amigo que me acompañaba le caracteriza su facilidad para comer en cantidad, pero me confesó -más con los gestos y actitud que con palabras- que estaba francamente preocupado por lo que de aquello podía resultar. Por si acaso, empezó despachándose el pan mientras esperábamos el tajine que habíamos pedido.
Y llegó. Con toda solemnidad nuestro anfitrión colocó delante de nosotros cuatro cuencos cónicos de barro, y fue destapando uno por uno aquellos tajines humeantes hechos a base de verduras y carne bien cocida, sin apenas grasa, limpia y exhalando aromas de especias que abrían los sentidos con su frescura. Bueno, a mi amigo lo que se le abrieron fueron los ojos mirando aquella comida a la que ni el hambre propia ni la acumulada por el cansancio del viaje empujaban a hincar el diente. Se quedó literalmente clavado, como una estatua, incapaz de articular palabra ni probar bocado.
Pasados los primeros momentos de estupor le ofrecimos el poco pan que nos quedaba y que quedaba en el inopinado restaurante.
Creo que, aparte del decorado y el ambiente mugriento del lugar, lo que le impactó más a mi amigo debió ser la explicación que nos dio el joven marroquí de por qué no usaban papel higiénico y cómo resolvían este problema con las consiguientes abluciones y la mano que utilizaban, siempre la misma, para dirigir el agua a las partes nobles merecedoras de limpieza. Eso, y verle cocinar en unos minúsculos fogones de gas en lo que hacía de cocina en un rincón de la estancia, debió resultar definitivo.
De vuelta al hotel, en las habitaciones decoradas con motivos bereberes, mi infeliz amigo terminó con las pocas galletas que habían acompañado nuestro viaje y veía muy oscuros los próximos días de estancia en el país del Magreb.
Yo no tuve mayores problemas. Miré mi tajine, observé la calidad de las texturas de sus alimentos, y pensé que a la temperatura de cocción las posibles bacterias se habrían desanimado, si no lo habían hecho ya antes; así que armé mi tenedor y di con él de principio a fin sin pestañear, compartiendo, de paso, parte del tajine de mi desolado amigo.
Y al día siguiente seguimos dirección a Fez, Marrakech, Larache… Pero, si creéis que merece la pena, puedo contaros otras penurias de cucarachas y noches de Ramadán con paseos impagables por las medinas; aunque, por lo largo, tal vez merezca otro ratito, ¿o no?
González Alonso
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