img_1584París, 1980-2009, el mismo viaje

París siempre es el mismo viaje, vayas las veces que vayas. Un viaje, por supuesto, que nunca defrauda ni aburre, ni cansa, ni se repite a sí mismo; invariablemente te sorprenderá, una carta escondida, un guiño inesperado de la ciudad del Sena o de la Luz que, con mayúscula, alcanza a los hombres y mujeres ilustrados, artistas, escritores, poetas, músicos, revolucionarios, pensadores, pintores y a la vida bohemia de sus talleres y buhardillas. Una, la luz del cielo; otra, la de los hombres y sus obras.

He podido pisar las calles de París en tres ocasiones. Los ecos de las pisadas resuenan con timbres distintos. Pero es la misma melodía. ¿Qué se puede aspirar a decir que no se haya dicho nunca de esta ciudad? Los lugares señalados y cargados de historia, la complejidad de sus barrios, los parques, jardines y cementerios se engarzan como teselas de un inmenso mosaico romano. De cada lugar y rincón te alcanzará una impresión, una anécdota, una sensación diferente impregnada de algo mágico, exclusivo y personal.

París es la esbelta y férrea Torre Eiffel encadenada a la fuerza gótica de la catedral de Notre Dame. Los museos de Orsay –la vieja estación de ferrocarril- y del Louvre con su amplia plaza y la pirámide de cristal frente a su fachada principal, destacan junto a otros importantes como el Pompidou, novedoso y arriesgado en su concepción. Y el arte que custodian y acogen para el asombro del mundo. Como la Gioconda o Mona Lisa del genio incuestionable Leonardo da Vinci. Un cuadro tan exageradamente celebrado, elogiado, cantado, y que tan poco me gustó y tan poco me gusta. Donde todos se enamoran de su rara sonrisa, yo sólo veo una mueca sin gracia y, en fin, considero que las excelencias y galanuras con que lo adornan no pasan de pueriles. Puede parecer irrespetuoso e incluso atrevimiento ignorante, pero confieso que me parece un cuadro recargado de pintura, veladuras y leyenda. Esto me hace recordar, escuchando las alabanzas de la Gioconda, el conocido cuento del rey que se paseaba desnudo exhibiendo trajes inexistentes y que todo el mundo alababa incapaz nadie de reconocer que aquel rey se paseaba en pelota picada. Pero todo –incluso para los reyes- es preferible a pasar por inculto, tonto o hijo bastardo.

En los años 60 de la revolución del mayo francés y en la década posterior, París acogía a cantantes y cantautores que ponían en las letras de sus canciones una fuerte intención de denuncia y protesta. El local emblemático de aquellos conciertos era el Olympia. Y hasta allí quise llegar también, hacerme unas fotos, contemplar y respirar el espacio mítico en el que cantó –entre muchos- el mejor Paco Ibáñez los mejores temas con los poemas de los autores españoles del Siglo de Oro y del momento aquel año de 1969. Góngora, Quevedo, el Arcipreste de Hita junto a García Lorca, Miguel Hernández, Alberdi, Goytisolo, Luís Cernuda…; de todos ellos supo sacar y mostrar su valor y capacidad crítica en aquel concierto memorable. Edith Piaff también formó parte de la nómina extensa de cantantes y autores franceses y no franceses que tomaron parte en los conciertos del Olympia. Así que también me sentí empujado a recorrer las calles del barrio donde nació la cantante de “La vie en rose” y pisar la entrada del portal con la puerta cerrada del número 72 de la Rue de Belleville. Un mercadillo o rastro se extendía por la ancha calle en el que gentes de todas las razas y lenguas compraban, vendían o hacían trueque con los objetos más dispares y peregrinos que se puede imaginar.

Los barrios parisinos son mundos diferentes con su idiosincrasia y personalidad acuñada con el paso de muchos años. Me seduce, particularmente, el ambiente del barrio Latino, el aroma del café, las terrazas, los locales de estilo decimonónico con sus cristaleras y mobiliario, los desayunos mientras el agua corre por los bordillos de las aceras en su higiene mañanera y el aire de prisa tranquila de los transeúntes. Pero Pigalle o Montmartre no le van a la zaga. Las escaleras de subida y bajada al Sacré Coeur o los vericuetos de las calles y callejuelas escalando la loma contienen la respiración en multitud de tiendas y pequeños establecimientos. En uno de esos rincones encontré ocasionalmente un taller de cerámica. Pude comprar un par de tazas esmaltadas con sus platillos, hecho a mano y con una tosca belleza en el acabado. Firmaba la obra Zíngaro. En la ocasión siguiente, y con casi treinta años de diferencia, ya no lo encontré. Pero conservo el recuerdo y las tazas con sus platillos cuadrados de esmalte verde y unas flores o frutas adornando sus fondos blancos.

El Moulin Rouge y otros cabaretes más pequeños son imágenes todavía vivas de Pigalle y una ciudad desencorsetada y liberal. Un barrio de citas, bohemia, talleres de artistas y cafés literarios en el que son una realidad las locas noches parisinas. Pero no podemos ignorarla majestuosidad de unos Campos Elíseos en los que el Arco del Triunfo nos recuerda, entre otras cosas de su monumentalidad, la proclamación de la república aquel 4 de septiembre de 1870.

Al otro extremo de los Campos Elíseos, a París le ha crecido un barrio financiero, La Defensa, donde cada edificio, torre, construcción, compite con la de al lado para desafiar la gravedad o deslumbrar con la luz de sus fachadas totalmente acristaladas, sus cúpulas metálicas o la audacia de su diseño. Este gigantesco y moderno barrio que me hizo recordarlo visitando años más tarde el de Puerto Madero en Buenos Aires, puede parecer algo frío, pero no deja indiferente en su diseño funcional agradable a la vista. Es el otro París rabiosamente actual y futurista a la vez que integrado en la ciudad de manera inteligente.

La Plaza de la Concordia, al inicio de los Campos Elíseos con su obelisco de Lúxor, lugar de guillotina donde encontraron su final Luis XVI y María Antonieta, las calles adyacentes y próximas a Las Tullerías con las joyerías y tiendas de ropa más exigentes, caras y exclusivas, son –siguen siendo- el mismo París de los bellos y sugestivos puentes sobre el Sena y sus parques y jardines.

No podemos ni debemos olvidar el otro corazón parisino, el que hace mover el pensamiento y la reflexión en busca del conocimiento. La Universidad de París. También la ciencia y la investigación se han adueñado de su campus. Siempre fue matraz de la experiencia y cuna del saber. Pasear por sus alrededores, descubrir algunas historias de académicos y profesores ilustres, es pisar las extensiones de un mundo intelectual muy basto. Y en mitad del Barrio Latino nos asombrará el Panteón de Hombres Ilustres (1790) en donde comparten reposo los huesos de Voltaire, Rousseau, Víctor Hugo, Emile Zola, Alejandro Dumas o Marie Curie, entre otros. Sobrecoge y admira. También es el Barrio Latino un lugar excelente para tomar asiento en tu visita. El último alojamiento fue el Hôtel de Suez, de estrechos pasillos, irregular suelo, habitaciones dispares y ascensor para un viajero solo o su maleta. Su encanto de edificio antiguo lo atestigua la placa dorada que luce en su entrada anunciando que fue casa donde se alojó y murió Zacharie Stoyanov, escritor, historiador y militante de la causa búlgara.

Pero si hablamos del teatro, la ópera o la música, lo haremos del envidiable Teatro Odeón, al lado de los Jardines del Luxemburgo, o del impresionante Palacio de la Música. La gente se congrega en sus escalinatas donde se sientan para comer al sol de los mediodías benignos mientras que en la amplia acera no dejarán de desaprovechar la ocasión de ese público espontáneo algunos grupos de músicos o bailarines en un espectáculo improvisado.

París no olvida a nadie. En sus cementerios acoge los restos y memoria de grandes escritores, pensadores, filósofos, científicos y artistas. También los de los españoles que murieron defendiéndola en la terrible II Guerra Mundial de 1945. Tampoco se olvida del amor en sus rincones, sobre los puentes o en toda una gran pared coronada por la imagen de una mujer y la leyenda: Rue Mort D’Art. Aimer c’est du désordre… alors aimons! Sobre el fondo negro de la pared, cientos de personas enamoradas o deseando estarlo han ido dejando y siguen dejando sus mensajes escritos en todos los idiomas del idioma universal del amor. En otras esquinas el tiempo sale a las aceras en los relojes de los autómatas con sus mensajes y advertencias sobre el final irremediable de las horas humanas. Y quizás en tu próxima vuelta a París descubras otras lecturas en las páginas de su vida cotidiana que hoy te habrán pasado inadvertidas.

Pero si vuelvo hoy a recordar París, será el recuerdo de sus calles aledañas al Sena con sus puestos de libros de segunda mano y el olor de sus páginas de tinta apagada, libros antiguos y raros, ediciones desaparecidas, con toda clase de asuntos, argumentos y temas. Y los pintores delante de sus caballetes repitiendo una y mil veces las imágenes icónicas de París. Estas escenas te devuelven a la inevitable bohemia de Pigalle, las buhardillas y los talleres de pintores que supo cantar de manera tan excepcional Charles Aznavour.

Y después de patear calles y avenidas, viajar en metro, perderse en los museos, degustar la buena cocina francesa y celebrar la alegría de la vida en los espectáculos, todavía te quedará tiempo para exhalar un suspiro, anotar una dirección, una cita o escribir un poema. El que sigue, escrito años más tarde de mi última visita a París, fue publicado en el libro “Lucernarios” y en el capítulo titulado “La luz de las ciudades” (Editorial Vitruvio, Colección Baños del Carmen.- Madrid, 20016). Aquí lo dejo, como homenaje a la ciudad y sus gentes y a la espera de una próxima visita y otro poema:

No puedo escribir París. París no podrá ser nunca un poema,
sino el mundo, hembra de pechos negros,
falo erecto en hierros sobre el Sena
que remueve sus aguas y sus pólenes.

Abre su luz París en pétalos de labios,
en besos húmedos y trenes suburbanos;
las calles multiplicando los ecos de Babel,
el gótico en volteo de campanas
y la belleza espontánea y natural,
cautivadora,
en la mirada de la joven
y el saludo fugaz de su sonrisa. París es grito
de alameda, Panteón de murmullos ilustrados, l’amour l’aprês midi,
catedral de incienso.

 No puedo escribir París; sólo razón, filosofía, barricada
de jóvenes airados, años repitiéndose a sí mismos
e interminable abrazo, futuro, espejo
en el que encontrarnos siempre
con el alma desnuda. Si no puedo escribir París
escribo el mundo.

González Alonso

PARA VER OTRAS FOTOS DE: PARÍS 1980 y 2009, EL MISMO VIAJE



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