Meditaciones sobre la existencia de Dios
René Descartes
Editorial Taurus.- Barcelona, 2015
Mediaba el siglo XVII cuando moría René Descartes. Sus escritos siguen, cerca de alcanzar el primer cuarto del siglo XXI, influyendo en nuestro pensamiento por dos razones, según pienso; una, la de haber tratado de ser honesto consigo mismo en la búsqueda de la verdad, y dos, porque los problemas de esa búsqueda de la verdad, si es que existe, se nos sigue escapando. Apenas podemos constatar la certeza de la confusa existencia humana y certificar la de la muerte. Más allá de todo ello nos resultará difícil de determinar, sin que podamos por ello escapar al recurso de la fe que tan flaco favor hace a la razón.
Y claro, uno choca con su propia perplejidad de hombre inexperto en casi todo, y más en filosofía con mayúscula o minúscula, cuando Descartes nos desvela el objetivo final de sus meditaciones, declarando los pensamientos por los cuales “está persuadido de haber llegado a un conocimiento cierto y evidente de la verdad”, así como su declarada vocación de predicarlo al mundo para tratar de convencer a los demás de sus certezas.
Pero, siguiendo el propio consejo de Descartes al final de su prólogo, no me formaré un juicio definitivo sin previamente haberme tomado el trabajo de leer todas y cada una de las objeciones recibidas sobre sus propuestas y todas cada una de las respuestas que han merecido del pensador francés.
La primera loable pretensión del filósofo será deshacerse de todas las opiniones antiguas atacando sus fundamentos a fin de sentirse libre para crear un nuevo sistema de pensamiento. ¿Será posible semejante pretensión? Hacer tabula rasa de los conocimientos adquiridos y heredados parece tarea imposible; mas, en el supuesto de conseguirlo, ¿no debería renunciar también al objeto sobre el que tratan las opiniones rechazadas? Porque, de lo contrario, me parece a mí que todo el trabajo se reducirá a deshacerse de la cáscara del problema sin tocar el contenido o meollo de la cuestión. Así, podemos ver cómo en Descartes perviven inmutables la cuestión de la existencia e inmortalidad del alma y de Dios, sin ponerlas en tela de juicio y conservando las “verdades” sostenidas por Aristóteles y los escolásticos con una visión humanista aunque pretenda acceder a ellas por otras vías.
Para empezar, René Descartes asienta sus meditaciones partiendo de la premisa de que el alma es indivisible, oponiendo su existencia a la de los objetos y cosas sensibles. Podemos tener media manzana, pero no podemos tener media alma, asegura. Y bien, es cierto que nuestro cuerpo puede ser amputado –no sé hasta qué límite o el extremo de quedarse en la mitad- y seguir siendo nosotros mismos. Hablamos de las partes externas o extremidades,
claro, porque me parece a mí que el cerebro, corazón, hígado y demás órganos internos no resistirían esta broma. Pero, ¿por qué suponer que el alma o espíritu no puede ser también amputado? Siguiendo a los distintos filósofos, de Platón y Aristóteles hasta San Agustín o Tomás de Aquino, veo que distinguen en el alma diferentes facultades o potencias; unos hablan de la memoria, la voluntad, el entendimiento, la inteligencia, etc. y a través del alma aseguran- y decimos- que podemos desarrollar sentimientos y emociones como el amor, el odio, el sueño o la imaginación, entre otras, del amplio abanico de nuestras respuestas a cuanto nos rodea. Pues bien , ¿no hay almas carentes o mermadas de muchas de esas facultades que seguirán siendo almas tal y como sigue siendo cuerpo aquel al que falte un brazo, pierna, ojo u oreja? Dicho lo cual, tengo la impresión de que el alma indivisible es tan irreal como el cuerpo indivisible.
No se apartará, como es de ver, nuestro Descartes de la idea –en su rechazo de las ideas adquiridas- de la idea de un Dios que, además, concibe como “creador”. Tampoco abandonará la esperanza de otra vida más allá de la muerte a través del alma inmortal. De este modo, todas sus dudas de las cosas sensibles para dejar de dudar de sus descubrimientos de la verdad o conjunto de verdades no deja de parecer un recurso tramposo, pues primero “cree” para luego buscar los razonamientos que confirmen sus “creencias”. Entender que para el trabajo de la razón le sobra con el alma o entendimiento y que dicha alma tiene una existencia propia y distinta a la del cuerpo, resulta chocante. Yo diría que incongruente.
En la misma línea creacionista atribuirá a Dios nuestra existencia despreciando la de los padres, a los que considera algo menos que un mero instrumento sin otra importancia que la de servir de correa de transmisión genética, algo irrelevante y casual. Lo más escandaloso es que lo haga apelando a la “fe” como instrumento de conocimiento de la felicidad de “otra vida”, actitud intelectual que desarma y echa por tierra su propio intento cartesiano del uso de la razón para acercarse a la verdad que afirma alcanzar a conocer de manera absoluta.
Hace falta algo más de humildad para este intento. Conocemos, es innegable, el final de nuestra existencia, y de ese conocimiento de la muerte nace en la humanidad el deseo de trascender, siendo capaces de concebir las ideas contrarias a las de la finitud y la mortalidad. Lo infinito y lo inmortal son lo contrario de nuestra existencia y su destino mortal y último. No hay un dios que de manera innata nos adorne con estas ideas; ideas que nacen y se desarrollan a medida que nuestro cerebro crece y se desarrolla. Amputa el cerebro humano, y dios habrá desaparecido de nuestras ideas. Es más natural y sencillo admitir que, por el temor a la muerte o la angustia de sabernos finitos, hemos inventado y hecho a Dios (en cualquiera de las culturas) a nuestra imagen y semejanza, pero con los atributos que a nosotros nos faltan.
Evidentemente, para juzgar la “sabiduría” de las obras del pasado próximo o remoto, no lo podemos hacer con la “sabiduría” del presente. El hombre avanza en el conocimiento de sí mismo y el mundo y el universo siempre son verdades relativas, conocimientos incompletos, que nos sirven para progresar de manera insegura quitando y poniendo las piedras del saber, siempre conquistando espacios a la ignorancia. Creo que a Descartes le perdió el ansia de lo absoluto y no fue suficientemente valiente para aceptar o que la razón le dictaba: somos materia pensante, pero finita.. Separar en el quirófano de la razón al alma del cuerpo por inspiración divina pudo resultarle tranquilizador, pero no se apartó un ápice de lo tradicionalmente predicado y sabido: creacionismo y fe. Y los valores humanistas desprendidos.
Quedémonos, no obstante, en sus buenas intenciones de dudar de todo lo sensible, de buscar el origen del pensamiento y las ideas y de lo relativo del conocimiento adquirido a través de los sentidos. Pero atribuir al espíritu o alma insuflada por Dios la cualidad de producir ideas y de éstas presumir su perfección, es ya pura especulación que se cae por sí misma en sus premisas No hay alma inmortal ni ideas absolutas, que lo mismo que decimos que hay “personas desalmadas” (lo que apunta a la percepción que tenemos de las calidades del alma), también sabemos que hay “ideas equivocadas”, incompletas o imperfectas, de lo que René Descartes es, con todo, un buen ejemplo.
Podemos leer y querer entender arrimando la sardina al ascua de nuestras inclinaciones, pero no podemos dar crédito a todo lo que concuerda con ellas ni leer sólo lo que queremos que nos digan o deseamos oír. Para eso nos remite Descartes al libre albedrío y la capacidad de elegir, lo cual no significa alcanzar la verdad, aunque sí alguna clase de verdad que nos tranquilice moralmente aceptable. Las religiones, en general y a través de la fe, consuelan y apaciguan el espíritu y sus temores; y René Descartes no se salió de este camino trillado. No obstante, con todo, bien merece la pena leerlo y no tengo inconveniente en aceptar su definición del error como la privación o carencia de un conocimiento. Sólo le faltó dar un paso más y admitir que todo conocimiento, por limitado a las circunstancias y relativo, contiene un error, y que la pelea del hombre es una lucha constante contra el error. Dicho.
González Alonso
Bienvenida la filosofía que hace al hombre más libre y más sabio. A ver si se pone de moda, nos haría falta… Un saludo.
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No es fácil, no es fácil, amiga Bárbara. La filosofía, como el teatro o la poesía, no parece estar destinada al favor lector de la mayoría. Es lo que hay. Pero de vez en cuando, ¿por qué no dejar dicho que también existe y que nos resulta útil? Pues dicho queda. Y gracias por tu oportuno comentario. Abrazo y salud.
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