Las procesiones de La Pola de Gordón

Las procesiones de La Pola

Las estaciones del año se regían más por las procesiones que por los cambios climatológicos, que también los había. Procesiones de Ramos, de Semana Santa, de las fiestas del Cristo, de rogativas a San Antonio y para bendecir los campos. Éstas últimas solían ser al amanecer, casi rayando el alba que serían allá por las siete y medio u ocho de la mañana. Eran de pocas personas, ya se entiende, ¡a esas horas! Pero el que escribe, que anduvo en eso de ser monaguillo unos años, recuerda el frío que quemaba la garganta y se pegaba a las piernas hasta adormecerlas, a las manos y la nariz y a los sabañones de las orejas. En fin, que nos recorríamos todo el pueblo hasta la fábrica de harinas con toda la retahíla de santos y el consiguiente «te rogamos, audinos«.

Otras se aprovechaban para celebrar las primeras comuniones y eran más alegres; como la del Corpus, con las calles sembradas de pétalos de flores, las famosas campanillas amarillas de las retamas o escobas, las colchas en los balcones y los altares con su santo y hornacina en algunas esquinas del pueblo. Cuando pegaba el calor, la cosa era de temer.

Pero las más espectaculares eran las que organizaban algunos frailes que venían a predicarnos el fin del mundo. Eran unos frailes muy agresivos, de discursos aterradores llamando al arrepentimiento y amenazando con los más terribles castigos infernales, para luego transitar hacia una manera de decir suave, paternalista, tierna hasta la lágrima, enfatizando la bondad divina y el perdón que nos abriría las puertas de un paraíso lleno de cuanta felicidad pueda imaginarse.

Yo no sé lo que cada uno imaginaría, pero dado que los años aquellos todavía eran de bastantes estrecheces económicas, puedo suponer los paraísos imaginados por mis padres y muchas otras personas. A mí, como niño y monaguillo que era, me correspondía soñar con imposibles como volar igual que Superman o las aventuras del Capitán Trueno; bueno, eso, y algún recuerdo para los leprosos, que en aquella época era una enfermedad temible, conocida a través de las estampitas y alguna película religiosa como Molokai, la isla maldita, y la audacia y sacrificio del padre Damián.

Y mientras aquellos terribles frailes se desgañitaban desde el púlpito, las mujeres agachaban la cabeza cubiertas por velos negros, y los hombres miraban hacia lo alto, por encima del retablo, como imaginando ver llegar a los cuatro jinetes del apocalipsis con sus guadañas.

Luego se salía en procesión, en silencio; unas veces desfilando las mujeres por una acera y los hombres por la otra, o bien las mujeres iban delante y los hombres detrás, y la sensación de calamidad a punto de abatirse sobre nuestras cabezas no nos abandonaba, porque aquellos frailes arrebatados por la fe recorrían sin descanso la procesión de arriba abajo y de abajo arriba con sus cánticos, arengas y furiosas premoniciones.

En fin, ahora sonrío rememorando aquellos excesos religiosos, pero en su momento confieso que me conturbaban bastante. Las campanas doblaban a muerto y por los altavoces instalados en la torre de la iglesia no cesaba de escucharse música religiosa y llamadas para asistir a la predicación. Otras imágenes, luego, me recordaron aquellas, las de las mezquitas llamando desde sus minaretes a la oración. Cuestión de la fe de cada momento, imagino.

Julio González Alonso

*Publicado en el libro de fotografías «Miradas del ayer. La Pola de Gordón», 2015

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