El viaje a ninguna parte
Fernando Fernán Gómez
Dirección: Ramón Barea
Adaptación: Ignacio del Moral
Reparto: Mikel Losada es Carlitos; Itziar Laskano es Julia Iniesta; Aiora Sedano es Rosa del Valle; Irene Bau es Juanita Plaza; Patxo Tellería es Carlos Galván; Ramón Barea es don Arturo, y en distintos papeles los actores Diego Pérez y Adrián García de los Ojos.
Teatro Barakaldo, 23 de octubre de 2021
Si lanzarse a la puesta en escena de una obra de teatro ya es arriesgado, hacerlo con “El viaje a ninguna parte” de F. Fernán Gómez, tras el éxito del libro y de la película para la que el mismo Fernán Gómez escribió el guion, me parece una temeridad. Van a surgir las inevitables comparaciones y el listón está muy alto. Pero adelantaré, con satisfacción, que Ramón Barea ha conseguido conducir a esta compañía en un viaje que sí tenía un destino: el éxito de público, por un lado; y por el otro, el éxito mayor de haber conseguido lo que él mismo aseguraba tener claro cuando declaraba que “el montaje teatral es una obra distinta, con vida propia”. Podemos constatar que es así y podemos decir más, que se ha conseguido una obra de una calidad incontestable. En la obra y en la intención de actores y actrices se experimenta la gratitud de un homenaje compartido con los espectadores a una profesión que va más allá de la vida de los cómicos y su teatro ambulante para convertirse en homenaje que alcanza y abraza a todos los actores y actrices, artistas en general, que se entregan con pasión y vocación al arte escénico en todos los teatros del mundo.
Dejadas aquí las felicitaciones pertinentes al cuadro escénico y todo el equipo técnico por su meritorio trabajo, podemos recapitular sobre el contenido y alcance de la obra que Fernando Fernán Gómez publicara en 1.985 para ser llevada al cine apenas dos años más tarde. Este viaje a ninguna parte nace de la memoria, la experiencia y el amor por el teatro de un cómico, gran actor, escritor y poeta. Lleva en sus palabras la rabia de la reivindicación, la lucha contra el olvido y la fe en una profesión esquiva e inestable, sujeta a todas las inclemencias de los tiempos. Y aquellos tiempos de los que nos habla Fernán Gómez se enmarcan en la postguerra de una España castigada por el hambre y la dictadura que alargaría su oscura sombra de represión por espacio de más de cuarenta años. Si nada era fácil para nadie, menos aún lo fue para aquellos hombres y mujeres, herederos de los cómicos de la legua, que formaban pequeñas compañías familiares y paseaban sus espectáculos por los pueblos, trabajando cuando podían, como podían y siempre mal pagados. El haber conseguido plasmar un retrato realista de tal dureza fue un logro, pero fue un atino mayor hacerlo desde dentro del alma de sus protagonistas en los que palpitaban los sueños y las ilusiones junto a los amores y desamores, fracasos y pequeños éxitos que ardían como la llama temblorosa en el pabilo de una vela siempre a punto de apagarse.
En medio de aquel páramo manchego los cómicos ambulantes se van a ir encontrando con los cambios que los irán arrinconando aún más. El cine, que también se hizo ambulante, entró en los patios y plazas de los pueblos desplazando el interés hacia el nuevo espectáculo de luces y sombras sobre una pantalla. Luego el cine ambulante también irá siendo arrinconado por las salas estables de los pueblos grandes y las ciudades. Y todo se desmorona definitivamente para los cómicos; las pequeñas compañías se van disolviendo y cada cual se buscará la vida en lo que puede y en lo que ofrece la sociedad del momento, a veces trabajos contrarios a su dedicación y para los que tampoco estaban bien preparados, ni psicológica ni profesionalmente. Los sueños de gloria se desvanecen o enloquecen en recuerdos delirantes hasta la caída real del telón de la vida.
El cine no acabó con el teatro; ni la televisión con el cine; ni la radio y la prensa sucumbieron con la llegada e implantación masiva de Internet; ni los libros dejarán de existir en su papel y tinta a pesar de los aparatos electrónicos. Pero todo ello sufrirá reajustes y los usuarios también al colocarse ante una realidad cambiante que, pese a las prisas y el consumo rápido y superficial, seguirán –seguiremos- necesitando el espacio confortable de socialización en las salas de teatro, de cine o de conciertos, en las bibliotecas, así como la intimidad de la lectura sosegada, la anotación al margen o a pie de página, la relectura y el tacto de la piel de las palabras sobre el papel. Nunca como hoy se ha tenido la capacidad inabarcable de almacenar tan ingente cantidad de música, películas, libros… Pero una biblioteca no se hace acumulando libros sin ningún sentido, sino leyéndolos para conservarlos, al menos los más importantes; ni nos sirve de nada guardar miles de canciones que jamás tendremos la posibilidad de escuchar y, sobre todo, nada es equiparable al momento único, inefable, irrepetible, de una actuación teatral. Esa emoción no se puede almacenar y guardar sino es en el fértil árbol de la experiencia.
Tal vez, en fin, demasiadas palabras para aplaudir una obra tan bien y oportunamente traída a las tablas por el cuadro escénico que Ramón Barea dirige desde Bilbao. Y una ocasión más, todo hay que decirlo, en que la magia del teatro ha vuelto con sus letras más grandes y mayúsculas para seguir encantándonos como espectadores y como personas.
González Alonso
Genial película. No sabía que la habían llevado al teatro.
Salud.
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Pues así es, Azurea. Y, además, con un resultado espléndido.
Salud.
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