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Sobre el suelo de tierra del soportal
cada mañana coloca el hojalatero su banqueta,
los remiendos de su traje de pana, la boina a la cabeza
y el cigarrillo amarillento en la comisura de los labios.
Las vigas ennegrecidas sostienen en lo alto
las tablas astilladas e irregulares del techo
y se apoyan en los torcidos
postes de madera
arrancados a los chopos viejos.
Todo es raro equilibrio en blanco y negro.
El humo de la lumbre que sale del portalón
a bocanadas grises
pone un tono ácido al amargo martillar de los remaches;
así,
mientras tapona el estaño la luz en el fondo de las potas
y el culo de las cazuelas
con el constante golpear del martillo en los metales,
el perro del hojalatero permanece tendido y como ausente
al lado de su trabajo,
con la mirada triste y taciturna de sus pequeños ojos,
las orejas caídas, el pelo negro ensortijado y sucio,
estirando el hocico al aire de los sueños
y royendo con el amo el hueso de la vida.
Julio G. Alonso
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