Dido y Eneas

Dido y Eneas

Música: Henry Purcell
Texto original: Christopher Marlowe (Dido, reina de Cartago)
Dirección escénica: Barbora Horáková Joly
Dirección musical: Petros Bakalakos
Coreografía: James Rosental

Teatro Arriaga, 4 de mayo de 2019

Bajo la denominación de “espectáculo de teatro musical barroco” se nos ofreció, en la tarde y noche del sábado, este “Dido y Eneas” en el teatro Arriaga de Bilbao con la pretensión de contar la historia de los amores de Eneas y Dido. El primero llegará con su hijo a Cartago tras la destrucción de Troya y se interpondrá entre Jarbas y sus pretensiones de conseguir los favores de la reina. A su vez, Jarbas será perseguido por la enamorada Belinda, hermana de Dido. Y los dioses, como siempre, intervendrán en los designios de los amantes.

Unir una buena música, como la de Purcell, y un buen texto, como el de Marlowe, no es garantía de nada. Y a las pruebas me remito. Decir que esta puesta en escena resultó ser una verdadera tomadura de pelo, sería faltar a la verdad, porque para ello tendría que existir la intención de engañar y burlarse del público, y éste no es el caso. Lo que resulta del experimento es, por tanto, el esfuerzo patético de querer mostrar algo grandioso y único, genial en cada detalle interpretativo y escénico, cuando toda la representación naufraga en los intentos pueriles de la exageración, el sinsentido, lo inoportuno, banal y bochornoso, con la pretensión de deslumbrar al respetable.

Qué se puede decir de la innecesaria acumulación de actores y actrices sobre la escena haciendo las cosas más diversas, contradictorias e inútiles, como columpiarse en una cinta, preparar comida en la esquina de un bar, subir y bajar por una rampa lateral, totalmente prescindible, mientras la supuesta acción dramática transcurre en el centro del escenario con un discurso irregular, contradictorio, falso y siempre fuera de lugar. Qué decir de escenas artificiosas con actores embadurnados de pintura, muertos y resucitados al mismo tiempo, entrando y saliendo del escenario por el que deambulan como pollos sin cabeza o sobreactuando para romper cosas, montar o desmontar una orgía sin que venga a pelo ni a cuento o desatando una violencia gratuita con mucho ruido por un escenario siempre envuelto en brumas, nubes y polvo de artificio. Todo muy lamentable.

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Una casa de muñecas sobre la «casa de muñecas» de Ibsen

Una casa de muñecas
Producción del Teatro Arriaga (Bilbao)

Auditórium municipal de Leioa (Vizcaya)
10 de marzo de 2017

Son de agradecer y aplaudir el entusiasmo y la profesionalidad del cuadro escénico, así como la loable intención de Revueltas y Mirou de acercarnos al dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906) y su “Casa de muñecas”. Pero no puedo dejar pasar por alto algunas críticas y opiniones personales sobre el resultado final del intento.

Digo que, salvado el aspecto de la interpretación con una nota alta, la obra “Una casa de muñecas” sobre la “Casa de muñecas” de Ibsen, se resiente en muchos aspectos y en otros muchos consigue meritorios aciertos. Así, la parte del trabajo que se desarrolla en un plano argumental actual y realista, dejando fluir la libertad expresiva cargada de naturalidad en las escenas de los debates sobre la obra a representar, se percibe pueril en el uso del lenguaje obsesionado con los genéricos en un los-las, todos-todas, hasta la estupidez “progre” del “les reunidos reunidas” y etc. etc. y, de igual modo, flaquea en el desarrollo ideológico desde un marxismo mal planteado o planteado como pretexto y un feminismo peor entendido. Las circunstancias precitadas provocan un distanciamiento muy pronunciado del calado de denuncia de la obra de Ibsen. La superficialidad, irracionalidad del intento estéril de sexualizar el lenguaje y convertirlo en algo para lo que no está hecho, así como la estulticia de las actitudes exhibidas y mantenidas dogmáticamente hoy día ante el problema de los roles sexuales y sus consecuencias para mujeres y hombres en su vida afectiva y social aparecen como una parodia salpicada de salidas ingeniosas y discusiones infructuosas frente a la hondura del texto original.

Si poner de manifiesto semejante brecha forma parte de las intenciones y objetivos del montaje, debo admitir que lo consiguen con total solvencia. El estado de la cuestión en la actualidad se refleja en su simplicidad con tremendo acierto al lado de la profundidad de los planteamientos y el discurso valioso para el debate de Ibsen en las postrimerías del siglo XIX. Digamos, pues, que todas las escenas preparatorias del ensayo de “Casa de muñecas” no pasan de ser una algarada huera y con poco sentido, llenas de las inevitables contradicciones y planteamientos erráticos y erróneos para encontrar el meollo de la cuestión y el fundamento dramático en las escenas y los cuadros de la obra de Ibsen que se representan como ensayos en la obra.

Dicho lo anterior y pasando por alto las concesiones y guiños al euskera, con la acertada denuncia de que “Casa de muñecas” no haya sido traducida todavía a esta lengua, igual que las alusiones al Teatro Arriaga (promotor de la obra) y otras circunstancias anecdóticas de carácter localista, hay que reconocer el indiscutible y meritorio trabajo de interpretación y la puesta en escena de una obra de texto y una duración importante. Hechos estos reconocimientos y agradecimientos merecidos, sólo puedo agregar que al salir del teatro lo hice pensando que, a veces, es mejor dejar a un lado las recreaciones e ir directamente al producto original.

González Alonso

El caserío, de Jesús Guridi – Teatro Arriaga de Bilbao

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El caserío
Jesús Guridi

Libreto de Federido Romero y Guillermo Fernández-Shaw
Dirección de escena: Pablo Viar
Dirección musical: Miguel Roa

Teatro Arriaga
Bilbao
28 de junio de 2013

La zarzuela es un género teatral con vocación de ópera –alguna, como Marina de Emilio Arrieta, lo es- sumergida en el costumbrismo. Todos los tópicos,  tradiciones y creencias, acostumbran a desfilar por sus canciones y las partes habladas del libreto, de manera prácticamente exclusiva, en torno a un argumento en el que se repite una historia de amor y enredo con final feliz.

Dicho lo anterior, El caserío del maestro Jesús Guridi  no es la excepción, o de lo contrario me temo que no estaríamos hablando de una zarzuela.

Tiene un gran mérito este género peculiarmente español que nos ofrece retratos estereotipados de una sociedad de finales de siglo XIX y principios del XX, con ánimo de entretenimiento y exhibición orgullosa de sus valores. En este caso, la idiosincrasia vasca hace alarde de sus características a través de las danzas, el deporte tradicional, la religiosidad y las costumbres rurales próximas a lo urbano. La historia de amor lo es también hacia la tierra y los ancestros en el cuerpo, piedras y muros del caserío familiar. Así, para que éste y cuanto representa no se pierda, su dueño hace lo posible e imposible para casar a sus sobrinos, la joven y bella Ana Mari y el fuerte y apuesto joven pelotari José Miguel. Una boda entre primos que pasa antes por la posibilidad de que sea entre tío y sobrina en la estratagema urdida por el propio tío para desencadenar el compromiso y la declaración de amor de sus sobrinos, que es lo que verdaderamente deseaba. Una costumbre que podría calificarse de incestuosa y que era bastante frecuente a fin de salvar el patrimonio de la herencia familiar.

Me satisface haber podido presenciar y disfrutar esta zarzuela en su esencia, es decir, tal y como fue ideada y representada en su estreno hace 85 años. Pero esa puede ser también la mayor crítica que cabe hacer sobre la misma. Porque la recreación de una zarzuela puede tener un valor documental y testimonial, como es el caso, o puede convertirse en ocasión de afrontar una recreación actual, artísticamente hablando, respetando su esencia y razón de ser costumbrista.

No se puede dudar de la indisimulada satisfacción de la parroquia que abarrotaba el Teatro Arriaga ante el despliegue de recursos culturales y tradicionales desplegados a lo largo de la representación con algunos guiños a los tiempos actuales bien traídos y oportunos y otros bastante desafortunados, excéntricos y pueriles. Entre los primeros pongamos el intento de euskaldunizar en parte algunos pasajes hablados o el uso popular y coloquial del español tocado irónicamente por un pronunciado acento vasco; en el segundo caso llamaría la atención esa ramplona y desacertada decisión de hacer desfilar a un grupo de figurantes con la camiseta del club de fútbol bilbaíno, entre otras.

Pero, en mi opinión, lo peor de todo es haber perdido la oportunidad de interpretar El caserío con más ambición y altura de miras teatrales y artísticas; convertir esta pieza de zarzuela en algo de hoy profundizando en una nueva estética de la puesta en escena, subrayando lo esencial del costumbrismo sin caer en lo chabacano y simple folclore.

El primer acto, presidido por la fachada monumental y pesada del caserío, pecó de acartonado y rígido. A todo el movimiento de escena le faltó aire, naturalidad, y estuvo carente de intención. Las piezas bailadas o las exhibiciones deportivas mostradas resultaron artificiales y nada creíbles. Cabalmente, se tradujo en una sucesión de secuencias y actuaciones, que, una tras otra e individualmente, tuvieron su mérito; pero que no formaban una unidad o conjunto. Todo apuntaba al aburrimiento.

El segundo acto supuso una mejora apreciable en el tratamiento de la acción y el espacio escénico con una meritoria gestión del papel del coro. Las sombras reflejadas sobre las paredes del inmenso frontón y el movimiento bien conjuntado de los actores congelando la acción en medio de las partes cantadas para darle continuidad después, haciendo una narración paralela, resultó muy eficaz y acertado. Se respiró otro ritmo y el desarrollo de la obra empezó a cobrar entidad e interés, mermado puntualmente por algunos de los guiños a la actualidad anteriormente mencionados que, por su mal gusto y extemporaneidad, sacaban al espectador del interés por la obra.

El tercer acto fue una mera continuación del segundo con un breve pasaje que nos recordó lo desacertado del primero.

Lo mejor, sin duda, fueron los cantantes y la Orquesta Sinfónica de Bilbao. Destacar la preciosa voz de Ainhoa Arteta que dio vida al personaje de Ana Mari, la magnífica actuación de José Luis Sola en la representación del pelotari Jose Miguel y, aunque con muy poca parte cantada, la estupenda interpretación vocal de Loli Astoreka en el papel de Inosensia, sin desmerecer para nada el resto del reparto que encabezaba Javier Franco en el Tío Santi. También hay que mencionar el muy meritorio trabajo, elegante e impecablemente realizado, del cuerpo de baile que dio vida a las diferentes danzas, las parejas de bailarines de Aukeran. Me gustó mucho, también, el trabajo de iluminación y, fiel a la esencia de la zarzuela representada, todo el vestuario.

Una tarde –resumiendo- agradable y agradecida por un público entregado de antemano a una zarzuela con todo el sabor de las más vetustas raíces vizcaínas. Un marco incomparable, el del precioso Teatro Arriaga, para acoger esta obra a la que por muchos años, pienso y espero, no le van a faltar seguidores entusiastas.

González Alonso