EN EL CORAZÓN DE ESTAMBUL
¡Ah! Y qué soberbio choque
tectónico de culturas, la ciudad
de las tres costas
y el eco de los navíos
antiguos
rompiendo el agua con sus quillas.
Pisé Estambul en primavera;
los maniquíes andaban por las calles
y los aromas de las especias
pintaban los colores de sus mejillas
entre la lluvia de mayo; los neones
iluminaban sus vestidos vaporosos
y abrían a la imaginación la puerta
de la fantasía;
visité
los templos
en cúpulas celestes
multiplicándose en oraciones,
los almuédanos haciendo
llamamientos quejumbrosos desde los minaretes
sin descanso, tal vez
para pedir la paz y la concordia, la caridad del amor
y expresar el sueño
de un paraíso. Han callado las campanas. Pero
qué inútil, qué imposible, qué estériles
llamadas. Los dioses no se ocupan
de los errores de los hombres y sus alocuciones. Mientras
rezan nada hacen
para enmendarlos ni remediar sus vicios. En vano
elevan sus plegarias, se postran
en vano de rodillas.
Vi más,
como columnas clásicas sumergidas en estanques
donde el agua resuena en los besos
de los capiteles, cisterna basílica para la sed
de Bizancio, antes Constantinopla,
Estambul en sus últimos días de gloria
mirándose en el espejo del Mármara, navegando
el Bósforo,
hermosamente recogida en el Cuerno de Oro
y sus tres orillas.
También anduvieron mis pasos los ásperos cementerios,
cuna y descanso de los nabateos,
como bazares de muertos y tumbas sombreadas
donde deja el ciprés sus aromas de resinas. Allí,
paciente, esperaba el anciano, cerca de las puertas,
la llegada de su hora para entrar, acompañado
de tres gatos. A fin de cuentas
hay más vida en los cementerios
que en las plazas de la ciudad,
debió de pensar algún día.
La joven se acurruca al pie de una esquina
de la Universidad, casi una niña, mientras sostiene
a su pequeño en brazos. Con la mano extendida
recibe la limosna de las liras
y en sus ojos asombrados
me regala la dádiva del corazón
con la sonrisa asomada al brocal de los labios, la única flor
verdadera ante los muros del templo
del conocimiento
que no sabe
de estas enseñanzas. Admiré
una vez
el valor del turco
que rezaba dos veces al día; una
en una iglesia
y la otra en una mezquita
para hablar con el mismo Dios, y otra vez
al turco musulmán
que inclinaba con respeto la cabeza
al paso ante las puertas del templo con una cruz;
Kavafis, mientras tanto, se esfumaba en sombras de tarde
y poesía
entre el ruidoso trajín de callejuelas
que siembran los bares y las tiendas, y en las salas
de los museos que custodian en lápidas y estatuas
la memoria de Constantino o en las vitrinas
que exhiben los tesoros del palacio de Top Kapi.
Vi más y
sentí más.
Ahora que Estambul se aleja
con sus secretos sepultados
bajo la luz plural de las aguas de sus mares
y sus siete colinas, eco de Roma, resonar
de tambores, fragor de batallas y brillo
de los sabios que tejieron con paciencia
su amplia mirada del mundo; Estambul,
puente de occidente, abrazo gigante
de oriente,
mestizaje secular
y preclaro meridiano
de la Historia.
González Alonso
Post scriptum.- Corría el verano de 1979 cuando, en un viaje en grupo por Grecia, tuve que quedarme en Alexandrópolis esperando al resto de la expedición que llegó hasta Estambul. Había perdido toda la documentación y el dinero en el cabo Sounion y en Turquía no me dejaron pasar con el visado de la Embajada Española conseguido en Atenas con vigencia para 30 días y vuelta a España. Así nació el poema «A las puertas de Estambul«. Tuvieron que pasar 44 largos años para remediar aquel contratiempo y entrar en Estambul. Nunca es tarde. Y esa es la anécdota. Éste, el poema: A LAS PUERTAS DE ESTAMBUL