Pastas y rosquillas
Nadie sabía cómo hacía las pastas y rosquillas la señora Aurora. Todos sabían que estaban buenísimas. Algunos afirmaban que eran únicas. Cada pasta, igual en apariencia a la anterior y de la misma hornada que la siguiente, tenía –sin embargo- algo peculiar y distinto, un aroma, un levísimo toque de sabor, un gusto en el paladar evocador de buenos recuerdos o la indescriptible sensación de degustar algo insólito.
La curiosidad se abría paso por entre las gentes del pueblo como el agua de los arroyos por entre las laderas del monte tras una tormenta, y el panadero, que por los días de fiesta horneaba en su tahona rosquillas y pastas, así como las vecinas que tenían mejor mano para la repostería, no perdían ocasión de preguntarle a la señora Aurora por el secreto de sus pastas; ella sonreía por toda respuesta y atusaba algo nerviosa algunos mechones díscolos de su pelo encanecido. El panadero le insistía. Son rosquillas de mi harina, pensaba, es el azúcar de la tienda de ultramarinos, la misma manteca, la misma leña en el fuego del horno. ¿Dónde está el secreto de la señora Aurora?
Aurora vivía sola. Enviudó joven sin tener hijos. No tuvo hermanos y sus padres faltaron pronto de la casa. Un tío paterno tomó a renta las tierras. Ella se reservó un pequeño huerto, algunos prados y tres vacas lecheras, un gocho y las gallinas. Los sobrinos seguían trabajando sus tierras. Tía, le decían, las tierras rentan poco, ¿por qué no las vendes? La señora Aurora sonreía y callaba, se pasaba la mano por las arrugas de la frente y cerraba brevemente los ojos en lo que parecía un suspiro. Luego volvía a sus fogones y la casa se llenaba de olores a rosquillas y pastas que acababan envolviendo todo el pueblo. Los vecinos salían a las puertas de sus viviendas y aspirando el aire de la tarde y viendo humear la chimenea de la casa de la señora Aurora, comentaban: ¡Ya tenemos milagro! Seguir leyendo ‘Pastas y rosquillas’
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