Cervantes y la invención del Quijote.- Manuel AzañaBiblioteca ELR Ediciones. Edición de David Hernández De La Fuente. (Madrid, 2005)
El descubrimiento de este libro en mi primera visita a la ciudad de Alcalá de Henares, se debió a una de tantas casualidades mientras recorría una feria del libro instalada en una de sus plazas. Me llamó inmediatamente la atención por dos razones, a cual de mayor peso; una, que el tema tratado resultaba ser Cervantes y el Quijote; otra, que el autor de la obra fuera Manuel Azaña. Podría añadir aún una tercera, más anecdótica, como es la circunstancia de que tanto Miguel de Cervantes como Manuel Azaña sean, ambos, hijos de Alcalá de Henares, lo que les hermana en el nacimiento tanto como el destino les hermanó en sus vidas, aun separadas por cientos de años, al haber alcanzado ambos una talla singular como novelista y escritor, uno, y como intelectual, ensayista, político y estadista, el otro. A ninguno de los dos les privó España de disgustos y contrariedades, para que la semejanza fuera más acabada.
No imaginaba en Manuel Azaña esta frescura de lenguaje, de belleza exquisita, corrección y alto estilo, al prevalecer en mí la idea de un hombre entregado a la brega política, segundo y último Presidente de la II y última República. Pero, claro, no en vano recibió el Premio Nacional de Literatura en 1926 por la Vida de Juan Valera. El erudito y gran orador que fue se nos manifiesta en la conferencia que recoge este libro, celebrada el 3 de mayo de 1930, como un avezado ensayista capaz de proyectar con inteligencia y rigor una mirada moderna y culta sobre Cervantes y su obra para hacer una interpretación del Quijote totalmente alejada de los sesgos nacionalistas. Sigue leyendo




No quisiera dejar pasar la ocasión de recomendar una lectura para la cual no hace falta haber leído previamente el Quijote y que viene servida de la mano de Andrés Trapiello con el título Al morir don Quijote (Ediciones Destino, Barcelona.-2004).
Pero, aunque no se recoge en la novela de Aramburu, quiero –una vez más- rendir un gran homenaje a la entereza de la recién estrenada directora del colegio de aquel curso, elegida casi de manera unánime por el claustro, Mari Tere Ormaetxea. Ella, en medio de la terrible confusión reinante, con su hija cogida de la mano, vio cómo levantaban el cadáver del hermano de la pequeña, su otro hijo. Y supo seguir en su puesto al frente del colegio desaparecido luchando por la escuela y el futuro de la misma en un pueblo sumido en el desconcierto y el dolor. Al curso siguiente sería otro maestro quien tomara el relevo en la dirección y, antes de concluir el otro curso, yo mismo tuvo que ser quien asumiera esa responsabilidad.
Dicen que murió Gabriel García Márquez, el autor que supo escribir Cien años de soledad y que sólo pudo acompañarnos durante 87 años en esta tierra, tan llena de cosas extraordinarias y míticas como prosaicas y diarias, el componente básico del realismo mágico manejado con magistral maestría por el autor colombiano.
Luis Mateo Díez, por boca del personaje Ovidio Ponce de Lesco y Villafañe, abre el capítulo 31 con una frase desoladora: “Celama es el espejo no del esplendor del cielo sino de su ruina”. Una metáfora de la misma vida y destino de sus habitantes sustentada en la tierra. El médico Ponce de Lesco ve su vida “no como el espejo de todo lo bueno que ambicioné, sino de la desgracia y la ruina de lo que de veras soy”, y en el fracaso de la persona se encuentra el de la tierra, “buena –añade- para que a uno no le hiriese el esplendor con sus falsos brillos y para compartir la caída de lo que en la vida se acumula como peso de la desgracia”.
Tal vez resulte inquietante esta lectura transida de poesía luminosa que Luis Mateo Díez se sintió empujado a escribir, pero acercarse al dolor de manera tan honesta tiene esos riesgos; así, cuando acabamos su lectura, sabemos que hemos dado comienzo a otra más larga y desconocida, ya no sabremos qué futuro hay y nos sentimos bastante desorientados en un presente al que se le ha secuestrado su pasado. Quizás, como al médico de Celama, no nos quede más remedio que buscar en el alma de los muertos y la desoladora llanura aplastada por esta verdadera ruina del cielo. Pero morir, como en Celama, se muere solo.
CANTO A MÍ MISMO
ELOGIO DE LA EDUCACIÓN
Antes de meterse en harina con las disquisiciones anteriores y otras de mayor calado, Vargas Llosa se pregunta y nos pregunta acerca de lo que se entiende por un gran libro cuando hablamos de literatura. Y no se está refiriendo al soporte material, el papel, en el que vienen envueltas las historias de las novelas, el teatro o la poesía, sino –obviamente- que se estará refiriendo a su contenido, la historia que cuenta y fabula, esa mentira creada a partir de la experiencia y la imaginación de su autor impelido por la necesidad de contarla, generadora de una realidad literaria que chocará con la otra realidad experimentada, manca y deficiente, mostrándose disconforme y rebelde para mejorarla y actuar transformándola. Se referirá, entre sus ejemplos, al Quijote y su significado como caballero empeñado en “ver gigantes donde hay molinos de viento” que, como el personaje creador de su propio mundo real, encontrará la manera de protestar contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo.
Meditaciones
Muchas fueron las meditaciones, redactadas de forma breve y a modo de apuntes, del emperador Marco Aurelio, como hombre y como emperador, que a lo largo de su vida se ocupó en considerar y escribir. Como hombre, la mayoría de de ellas las encuentro bien orientadas, muchas útiles y otras propias de la sociedad de la época, sus creencias, costumbres y modo de vida a las que, como emperador, contribuyó a desarrollar y consolidar. Y, aunque son muchas las meditaciones, son más bien pocos los temas, pensamientos e ideas sobre las que se desenvuelven. Marco Aurelio parece repetirse una y otra vez, como un mantra, las mismas ideas fundamentales, aquellas que le servían para afrontar los desafíos del gobierno sin perder de vista su condición de hombre, y no dios, y esforzándose por buscar y encontrar el lado bueno de sus semejantes y colaboradores. Una actitud de sereno análisis de las situaciones y la búsqueda de soluciones. Diría, a la luz de estas meditaciones, que quiso ser emperador sin dejar de ser hombre, y ser hombre sin dejar de ser emperador. Para ello se sirvió de los ejemplos de la filosofía y la razón, sin que lo abandonaran la religión y la fe en las divinidades.