Vendré, entonces, y derramaré mis lágrimas
y la voz. Las herrumbrosas
lanzas del tiempo
abren
en la carne fatigada
heridas al frío del invierno;
todos los horizontes miran al oeste en crepúsculos cárdenos
y se aleja de la noche el alba;
ya no llega a la puerta
con su beso húmedo y su luz aterida
la mañana.
Vendré, entonces, a derramar mis lágrimas
en silencio; a dejar las palabras abrazadas a la piedra
de la ciudad gótica, almena acostada a las orillas
en niebla del Bernesga, el gris helado
de la mano de la memoria
(la historia, la guerra, el hambre,
el sueño desvestido de belleza)
Dejas caer, pesado, el fardo de tu cuerpo sobre un banco
del paseo; dejas correr las lágrimas derramadas
por los ojos abiertos. ¡Qué clamor
de viento helado por los pináculos; qué luz
aplomada en vitrales y agua
congelada en las bocas
de las gárgolas!
Todo es grandeza en el humilde espacio
de la ciudad; recorren sus calles mis arterias llevando
hasta el corazón la sangre. Ya tarda
el aliento a mi boca. Veo
barcos de bruma navegando las choperas
y ya León es todo sin nombre y sin destino,
memoria de cristales,
pendón al aire de las arcillas del páramo,
campana en las ruedas de los molinos
y el grito mudo de los oteros de Lancia.
Entonces vendré y derramaré mis lágrimas.
Entonces vendré.
Derramaré mis lágrimas.
Entonces vendré
a derramar las lágrimas.
Julio Glez. Alonso
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