No había distancia imposible ni blanco inalcanzable
para el destino de sus flechas. El joven arquero
era llevado con orgullo de todas las ciudades
exhibiendo la fuerza de su brazo, la proverbial punteria
que, arrostrando cada día un nuevo desafio,
superaba con pulso firme ante los asombrados ciudadanos.
Como si escribiera
las páginas de un libro de hechos extraordinarios,
con destreza sin límites
firmaba con rapidez la muerte limpia
de los ciervos, lobos, zorros y jabalíes
puestos en su camino
y alcanzó –en sus hazañas- a los halcones y las águilas
en su vuelo más alto.
Nada era un obstáculo a su juventud
arrolladora,
la elasticidad de sus músculos, el acierto
de su ojo clavado en el blanco.
Pisaba como un dios
la escarcha de los prados en la madrugada
cuando sus dardos rasgaban el frío del horizonte
del sol herido
de los días de invierno. Y una mañana,
tensando con calma la cuerda de su arco,
alzó la vista al cielo
y elevó, lentamente, la punta de su flecha
a lo profundo del azul;
así esperó, tumbado y sonriente en la fresca y blanda
hierba, contemplar la luz herida precipitarse en sombras
de fría noche envolviendo su mirada
de vacio,
muerto el día,
muerto el cielo
en el más difícil de todos sus disparos.
Y así lo encontrarán,
los ojos abiertos a la nada,
los brazos extendidos
y el corazón traspasado en la mitad de su pecho
por la certera flecha
salida de su arco.
González Alonso
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