Archivo de 9 de abril de 2011

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El Cañueto.- El bandolero de La Omaña (León) – (1)

El Cañueto.- Foto: Diario de León

El último bandolero leonés conocido fue Benito Perales que allá por 1908 y con sólo 16 años consiguió el título de el rey de los Picos de Europa. Su amistad con pastores y el respeto ganado entre las gentes de los caseríos de la zona con los que compartía anís, chocolate y golosinas, no le evitaron un final trágico a manos de un grupo de cazadores que abandonaron su cadáver entre las paredes de la cárcava en la que le dieron muerte y donde todavía -aseguran- pueden verse sus restos.

Conmueven estas historias del romanticismo de los bandoleros que en los siglos XVIII y XIX cobraron gran protagonismo en gran parte de España. Gente tirada al monte, ágiles y astutos, que robaban para sobrevivir y para compartir, en muchas ocasiones, con los más pobres el fruto de sus fechorías.

Pero el caso es que estos días nos ha asaltado la noticia de la detención de El Cañueto, el llamado bandolero de la Omaña. Y a uno, de repente, se le para la respiración. Al bandolero leonés de Marrubio, allá en la Cabrera, se le vio perderse en el monte cuando apenas rondaba los 12 años de edad; luego volvería para ser pastor ejemplar y de confianza, hasta que la vida que todo lo enreda le empujara de nuevo a la soledad de las montañas, plantándole cara a los lobos y a los mordiscos del frío y las noches de los inviernos, con tres dedos menos en su mano izquierda que un explosivo traidor le arrancara siendo niño.

El Cañueto conoció varias veces la cárcel en diferentes puntos de España, que se anduvo a pie, siguiendo cañadas, veredas y vericuetos desde Cádiz a León, cuando escapó del último encarcelamiento en aquella ciudad. Se le ha visto en Palencia, en Burgos y otros puntos de nuestra geografía; pero fiel a sus raíces se volvió a sus montañas con su escopeta de cañones recortados para conseguir mantas, alimentos, ropa y todo lo que le ayudara en su vida huidiza y solitaria. No mató a nadie, que al igual que la mayoría de los bandoleros, su idea no era ir contra la vida de las personas, sino conseguir de sus haciendas lo necesario a su subsistencia.

A Salvador Cañueto, el Cañueto, le gustaba contar estrellas en las noches profundas del verano y, al igual que su antecesor el Perales, sentía debilidad por los mazapanes, el anís y las galletas. La Guardía Civil tenía registrado este dato entre las características de su modus operandi; el robo de mazapanes, galletas y anís, marcaba la firma del Cañueto y señalaba su paso.

El otro día, una perra llamada la Chispina lo encontró a orillas del río Duerna. Detrás de la perra venía su dueño, un ex guardia civil que reconoció al Cañueto. La curiosidad de la Chispina olfateando y viendo a aquel hombre con olor a monte, a lobos y a soledad, debió de ser enorme. Enorme y confiada, porque se le acercó para sacarlo de su escondite a la luz, sin temor a la escopeta de cañones recortados del Cañueto ni a su fama de bandolero, cuya última morada fue el viejo molino de Ribas.

Dicen que estamos bien entrado el siglo XXI, pero este leonés de la Cabrera nos ha recordado algo que tiene que ver con el romanticismo de finales del XVIII y casi todo el siglo XIX, y sobre todo, con algo más profundo y ancestral que nos habla de la condición humana, de la libertad y del valor de la vida. Algo del Cañueto que todos llevamos dentro, se nos ha perdido tras su detención, el mal paso del cansancio, la necesidad, la casualidad… y la curiosidad canina de la Chispina.

Julio G. Alonso




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